miércoles, 30 de septiembre de 2009

Lucero de la tarde


Casi sin querer, pido un deseo

a la primera estrella de esta noche,
y mi corazón vuela hacia el lucero oscuro,
siempre brillante, aquí, sobre mi cielo,
ese que es el sol de mis tinieblas.
Y mi deseo y tu estrella son uno.

martes, 29 de septiembre de 2009

Antes de que amanezca


Hoy tenía pensado escribir algo muy profundo y muy reflexivo: esas cosas que se dicen después de pensarlas una y otra vez, y al darme cuenta de que eso, precisamente, es uno de los rasgos que menos me gustan de mi carácter, he decidido dejar de pensar en lo que digo para pasar a decir lo que pienso...
Los días se han vuelto más cortos, otra vez, y mientras una parte de mí lamenta que el sol se vaya tan pronto, otra parte, mi parte oscura, la gata amante de la noche, se siente feliz por ello. Antes, cuando era más joven, cuando todavía podía pasar una noche en blanco y no sentirme como un zombi al día siguiente, me gustaba meterme en la cama a leer y el amanecer me encontraba enfrascada en el libro. También podía salir por ahí hasta que el cielo se iluminaba con las rojeces de la aurora, y luego pasarme todo el día de aquí para allá, sin notar la falta de sueño.
Ahora, los años no pasan en balde, y aunque todavía soy un ave nocturna, trasnochadora, que es capaz de aprovechar más si sigue despierta que si se levanta temprano (y de mal humor casi siempre), ya no puedo seguir ese ritmo. Pero hay noches, noches como ésta, en las que el deseo de seguir pensando, de seguir imaginando historias, de escribir un poquito sobre Morgil o sobre mí, me mantiene insomne sin necesidad de estímulos exteriores...
Además, el otoño me produce melancolía. No es que no me guste: es una estación muy bonita, pero me hace sentir el paso del tiempo, que transmuta el verde de las hojas en oro, como un alquimista que hubiera dado con la Piedra Filosofal... Me recuerda que yo también estoy cambiando, que los años no pasan en balde, y que he de tomar decisiones definitivas cuanto antes.
Pero cuando lo intento, la única cosa segura que sé es que no tengo nada seguro, sólo el dolor que inunda mi corazón cuando pienso en él, ya sabéis de quien hablo, mis queridos Lectores Constantes... Pero ni siquiera el dolor dura para siempre...

lunes, 14 de septiembre de 2009

Postales: Edimburgo I (El petirrojo entre las tumbas)


Aún no os he hablado de Edimburgo, de la preciosa, triste, oscura, iluminada y alegre Edimburgo, la ciudad que conocí en Abril de este año. Permitidme que os lo cuente en retazos, en postales que os den una idea de lo que vi, de lo que respiré y sentí durante los cuatro días que duró mi visita...
El petirrojo que preside el centro de la foto, casi como posando para sacar su mejor perfil, voló hasta mí mientras paseaba por uno de los muchos cementerios que salpican la ciudad. En éste las lápidas antiguas estaban ladeadas y torcidas, como si una tormenta, la tormenta del tiempo, supongo, las hubiera movido en todas direcciones. Había altas cruces celtas, pequeñas lajas de piedra volcánica en las que apenas podía leerse el nombre de la persona que yacía debajo; historiadas lápidas de familia, con una larga lista grabada, casi cubiertas por el moho y el verdín producto de la humedad, esa omnipresente humedad que hacía que mi pelo se rizara como cuando me acerco demasiado al mar... Todas aquellas últimas muestras de amor hacia los seres queridos que nos han dejado, la constancia de que hay quien recuerda y de que, tarde o temprano, todos tenemos que seguir ese camino, jalonado con hitos de los que nos precedieron...
Yo estaba fotografiando algunas de esas esquelas de piedra, aquí y allá, buscando sobre todo símbolos masónicos, que ya había descubierto en otros lugares, cuando el pajarillo voló directamente hacia mí y se posó sobre la lápida más cercana a donde yo me encontraba. Parecía un alma perdida, un borrón de color sobre el gris del cielo y de la tierra. Chirrió, con ese canto absurdo y entrecortado de los petirrojos, y se movió a saltitos hasta quedar inmóvil, como esperando que levantara el objetivo y le disparara. Así lo hice, y así quedó plasmado. Luego levantó el vuelo, revoloteó un poco a mi alrededor y se marchó a lo profundo del jardín.
Por la tarde, en la visita a Mary King's Close, cuando nuestra encantadora guía nos habló del fantasma de la pequeña Annie, recordé al pajarillo entre las tumbas, y me pareció que, si el alma de un niño tenía que tomar alguna forma para seguir atada a la tierra, sería la de un petirrojo con el pecho manchado, un petirrojo solitario en un cementerio olvidado.

martes, 8 de septiembre de 2009

Nadie como tú


Miro la luna, una luna creciente que mueve mis mareas, y, mientras la contemplo, iluminando el mar con su luz de plata, pienso en ti.
Siempre pienso en ti, haya o no luna. Qué más da. Te llevo dentro, eres el Oscuro Pasajero que me habita, ese que se cose, como la sombra, a mis pasos. El que deseo, el que quiero, el que necesito. El que no está.
Nadie como tú me conoce. Nadie sabe de mí tanto como tú, ni nadie logrará hacerme sentir como tú lo haces. Ni hacerme temblar con tan sólo mirarme, estremecerme, quedar sin voluntad propia, como haces tú.


Me encuentro caminando por una calle conocida; es mediodía, el sol está en lo más alto, y siento su calor y su beso, mientras recorro la acera hasta doblar una esquina, una esquina que, me doy cuenta de pronto, nunca ha estado ahí hasta ahora, y entonces comprendo que estoy soñando y sonrío, porque sé que enseguida te encontraré.
La calle, en mi sueño, desemboca en el campo, y mientras intento cruzarla, una manada de animales, no sé si son vacas o ciervos, la ocupa completamente, impidiéndome el paso. Estoy parada en la acera, deseando pasar a la opuesta, cuando, entre los ciervos,(o las vacas), veo venir un caballo negro como el azabache, que se acerca, se acerca, se acerca como nadando en una marea de pieles tostadas. Sus ojos, dos espejos oscuros, me miran, y sé que el caballo soy yo, y un momento después estoy montada sobre él, sin silla ni estribos, ambos uno: amazona y montura fundidas en un mismo ser...

(Continúa otro día...)

martes, 1 de septiembre de 2009

Día de playa


Hemos decidido irnos a la playa en esta tarde de sábado tan aburrida, y lo hemos hecho bordeando la costa: la Expo, el puerto, la plaza del Comercio, las Docas, van pasando como imágenes de una linterna mágica; llegamos a los Jerónimos, el monumento a los Descubridores, (siempre me cabrea que hayan incluido a Magallanes porque, a ver, ¿no fue España la que le pagó el viaje?), la Torre de Belém, y así hacia el oeste, siguiendo una carretera que conecta Lisboa con Estoril y Cascais, paralela al océano, en la que, de trecho en trecho, encontramos faros y fuertes, que quedan pendientes de visitar, otra vez será.
En Cascais descubrimos muchas villitas en venta, abandonadas a los elementos, y fantaseamos con la idea de comprar una y dedicar un verano a la restauración. Sería bonito devolver el blanco a esas paredes que han perdido la cal, y el verde a las contraventanas, y reparar las vidrieras con motivos marinos de ésa que asoma sobre el Atlántico. Sería bonito volver todos los años a pasar las vacaciones a un lugar como éste, comer bacalao y bajar cada mañana a la playa.
Por fin llegamos a Guincho, pasado el Cabo Raso, (parece un chiste militar, ¿verdad?), donde la costa es pedregosa, llena de rompientes, hasta la calita arenosa donde desembarcamos con todo nuestro operativo: una niña de dos años y medio y su equipaje; toallas que desentonan, con las Islas Canarias estampadas en el rizo, unas toallas extranjeras en tierra extraña que nos hacen recordar que estamos en el país de la felpa por excelencia, (aunque todos saben que las toallas portuguesas no secan: vox populi, vox Dei, que se dice), crema protectora y jerseys, porque luego refrescará, seguro. Y refresca, claro que sí.
El agua del océano me espera, me tienta, yo sé que no es el mismo mar que amo, al otro lado del Estrecho, mi dulce Mediterráneo de corrientes cálidas y noches estrelladas, pero el Atlántico me recibe con un abrazo, un abrazo frío de amante muerto, el abrazo de un vampiro al que me entrego con escalofríos. Mi piel blanca se vuelve de mármol y mis labios se colorean de azul, como si hubiera estado comiendo arándanos, pero no quiero abandonar esta cuna de agua que me sacude, me lleva, me llena de arena el bikini y el cabello, y que, por fin, (está subiendo la marea), me lanza fuera de sí y me deja, sin aliento, en la orilla.
Me envuelvo en la calidez de las Islas Afortunadas, me peino para secarme el pelo, y me permito un momento sólo para mí, sentada en las rocas, mientras me salpican las olas y el sol abandona el cielo: escucho ‘On the beach ‘ en el ipod. Me gustaría quedarme aquí un rato más, ahora que la luna ilumina el océano, cambiando el blanco de la espuma en plata.