jueves, 19 de noviembre de 2009

Pleamar



La habitación está en penumbra, y llena de susurros. Pero el calor no está en la habitación, sino dentro de mí, como si tuviera una hoguera en el pecho y las brasas se hubieran repartido por mis miembros, hasta alcanzar las puntas de los dedos de manos y pies. Y duele. Duele toser, duele el roce del camisón contra la piel; el peso del edredón de plumas es como una losa ardiente, y la almohada parece empeñada en mantener una lucha constante contra mi cuello y mi nuca, cambiando de forma para no permitirme descansar...

El agua fresca, en un vaso sobre la mesita, se me figura estar a mil kilómetros de distancia, por supuesto que no tengo fuerzas para levantar la mano y alargar el brazo hasta allí, tendría que haber sido el tipo ese de los Cuatro Fantásticos para poder hacerlo. Pero lo intento. Y a la vez que lo intento, mis ojos están empeñados en no dejarme enfocar los objetos más cercanos. Se me plantea la disyuntiva de coger el vaso casi a ciegas o perder parte de mis energías alcanzando las gafas, porque, por supuesto, no tengo puestas las lentillas. Así que mi mundo está borroso e indistinto, una habitación como una nebulosa.
El Espacio, la última frontera... Bravo por la tripulación del Enterprise...
He debido quedarme dormida mientras reflexionaba sobre esto, porque cuando vuelvo a abrir los ojos está oscuro y alguien ha encendido la lámpara sobre la mesita de noche. El vaso ha desaparecido, y ya no siento tanta sed, ni tanto calor, como si la fiebre hubiera obedecido una ley inversa a la de la marea y, en vez de elevarse con la noche, hubiera descendido, como la bajamar...

Seguramente gracias a la acción de los medicamentos, también mi capacidad olfativa se ha agudizado, y el perfume dulzón del Vicks VapoRub enturbia todos los demás olores a mi alrededor, pero no lo suficiente como para no percibir esa mezcla de madera y almizcle que casi llevo impresa en mi propia piel. El estrecho círculo de luz de la lámpara de noche alcanza a tocar la butaca del rincón, donde suele terminar mi ropa cada noche, cubriendo la cabeza del peluche, un mapache de peluche enorme que suele ser el testigo involuntario de mis cotidianos strepteases, pero esta vez no puedo distinguir la mancha amarilla y negra en la que mi miopía convierte su graciosa figura. No. Hay alguien allí sentado, y no necesito mis gafas para saber que es él.
Siento, de repente, un gran cansancio, y acaricio la idea de gritar para que venga mi madre y le ponga de patitas en la calle, mientras otra parte de mí ya sabe que, cuando abra la boca, será para decir 'mira lo que ha traído el gato', mientras intento fingir indiferencia... Cuando esto ocurre, apenas reconozco el graznido en el que se ha convertido mi voz. Él se levanta, casi con precipitación, y es como si un tornado se abriera paso por mi cuarto: el mapache de peluche, (o mejor, la mancha amarilla con topos negros) sale disparado hasta chocar contra el armario, mientras la mesilla se tambalea y me alegro que el vaso de agua ya no esté allí, para no añadir una inundación al previsible desastre que ocurrirá tarde o temprano, mientras él recorre los escasos dos metros que le separan de mi cama. Pero, increíblemente, el desastre no se produce.
Me acabo de dar cuenta de que tendré un aspecto bastante horrible, pero qué más dá. Ya me he abandonado al Destino, no voy a escucharle, no pienso darle ni una oportunidad más... Pero cuando su peso convierte en una pendiente el borde de mi cama, ya no estoy tan segura de nada. Y cuando se inclina sobre mí, el rostro tan pálido, sus ojos grises fijos en los míos, los finos labios apretados, la pura imagen de la seriedad, mi corazón está a punto de estallar, no sé si de tristeza o de alegría. Y cuando sujeta mi mano en la suya, y me besa en la muñeca, sé que no hay nada que hacer, que estoy maldita, que pase lo que pase nunca podré alejarle de mí...

2 comentarios:

airun dijo...

Tu estado febril no ayuda a contemplar la situación con objetividad y claridad. Dices que te abandonas a tu destino, porque ya no te sostienes tras la merma de tu facultad de ver las cosas en positivo.

La lejanía de tu vaso de agua que aparece y desaparece se intuye como algo que no puedes alcanzar, tanto física como mentalmente; la luz de tu mesilla se enciende como por arte de magia, habiendo una mano detrás preocupada y que vela por tí; y tu mapache de peluche te ayuda a sostenerte como una equilibrista en la red de lo cotidiano.

En fin, fuera como fuere tu relación “amor-odio” con esa persona que está sentada en tu sillón, con esos ojos grises observadores puede augurarse un buen pronóstico.

José Manuel Guerrero C. dijo...

Joer chiquilla, me has dejado casi sin aliento. Te diré una cosa, si vas a seguir escribiendo de esta manera por culpa de tu cuyuntura griposa, espero que te tires una larga temporada en ese estado....jejej.
Recupérate, pero no te des mucha prisa ;-).
Besos.